Paterson en Paterson.

Jim Jarmusch siempre fue el más clásico entre los modernos. Y el proceso de depuración que con el paso del tiempo ha ido imprimiendo a su cine a la búsqueda de una impecable narrativa intimista, de cámara en constante y fordiano ajuste a los ojos de los personajes no hace sino confirmarlo. Paterson cuenta la historia de un conductor de autobuses y poeta que sabe extraer la inopinada lírica que le ofrecerá un día a dia caracterizado por una aceptada y apacible rutina animada por una pareja dulcísima y un perro inolvidable. Igualmente, el filme adquiere la estructura de un poema dividido en estrofas (los días de la semana) con rimas dentro de ellas (los gemelos, William Carlos Williams, Paterson ciudad y Paterson apellido, el cuaderno y el pastel secretos).


A Jarmusch le pasa lo que a Jean Renoir, que adora a la gente. Por ello sus películas, como las del hijo de Pierre-Auguste, son más que humanas, humanísticas, dando siempre ambos con las razones que todos tenemos para ser como somos y hacer las cosas que hacemos, conformando su filmografía una lección de conocimiento profundo sobre el prójimo y en qué consiste eso de vivir. Siguiendo a este Paterson en Paterson Jarmusch, sin la menor estridencia y dueño de una apabullante madurez expresiva vuelve a levantar acta de lo que de maravilloso tiene la existencia con una obra exquisita y magistral que contribuye a hacer del mundo un lugar mejor.

La reconquista.

Con un puñado de filmes, Jonás Trueba se ha revelado como una de las personalidades más destacadas de entre nuestros cineastas últimos. En su obra se rastrean unas muy diversas y heterodoxas influencias como, en primera instancia, ese espíritu libre con el que su padre renovó la cinematografía española a principios de los 80 del siglo XX a través de una inmediatez y espontaneidad que empapaban los filmes con la verdad de lo vivido y de lo sentido, aunque en el caso del hijo prevalezca una mirada melancólica y madura sorprendente en alguien de su edad, frente a la mordaz e irresistible acidez de Fernando. En ambos, no obstante, acusamos un lúcido pesimismo existencial, llevadero aunque pertinaz, cuyo punto focal hemos de situar, de nuevo, en la inextinguible nueva ola francesa, especialmente explícitas las referencias a Truffaut, Rohmer e incluso con algún lejano eco de Bresson. 





Trueba estrena ahora La reconquista acaso su mejor película en tanto se trata de la que, hasta la fecha y con mayor fortuna, ha amalgamado las filiaciones referidas con unos rasgos poderosamente personales que terminan por forjar un poderoso estilo, ya más que reconocible. Una poética, la de Trueba, que se nutre de la biografía sentimental no sólo del realizador sino del grupo de cómplices emocionales con los que usualmente trabaja; a subrayar en este aspecto la figura de Francesco Carril, Antoine Doinel crecidito, discreto y contenido, cuya intensa mirada tantas cosas calla. En Trueba, además, hay una voluntad creativa inquieta y atrevida como deja ver la puesta en escena de esta delicada historia de amor en dos tiempos, articulada mediante una estructura dramática nada ortodoxa y sorprendente, en la que determinados pasajes carentes de acción alguna o largas secuencias en apariencia desconectadas de la progresión narrativa (portentoso el momento de la clase de baile) convocan de pronto lecturas inusitadas. Supone La reconquista, serena y elegantísima, una investigación sobre aquello que Duchamp definió como lo infraleve, terreno natural del precioso cine de Jonás Trueba.

La alfombra en la parte de atrás.


Cuando lo primero que acude a la mente al despertar en la mañana son las imágenes de la película que has visto la tarde anterior, es que esta ha pasado ya a formar parte de tu vida. Esta gloriosa sensación, más inusual conforme van discurriendo los años por mucho que nos esforcemos en mantener intacta nuestra capacidad para el embeleso, la promueve irremediablemente la colosal La habitación. Sí, todavía quedan nuevas cosas por contar y fascinantes modos de hacerlo.

Cómo un espantoso punto de partida argumental que convendría no conocer de antemano (hecho imposible en el estado de cosas que lleva implícita la publicidad en el cine; el tráiler de este filme lo destripa enterito) puede derivar en la sustancia poética que emana del descubrimiento del mundo a través de los ojos infantiles es lo que termina de explicar el arrollador efecto emocional de esta película. Compuesta de dos partes diferenciadas en trama y tono, pero ensambladas con la naturalidad de la causa y el efecto, tendrán ambas como punto de articulación, simplemente, una de las mejores secuencias del cine en los últimos años, derivación delirante, atroz y, a la vez inopinadamente hermosa del mito de la caverna platónico y que nos vuelve a recordar que el fundamento último de la expresividad del lenguaje cinematográfico reside en el montaje.

La sutilísima puesta en escena de esta inusitada historia iniciática toma como centro focal los ojos de Jacob Tremblay que, antes que actuar, crea frente a nuestras narices estupefactas un milagro, haciendo de su mirada el catalizador de la potentísima carga emotiva de esta obra maestra. 


La divina academia.

Con cada nuevo filme, José Luis Guerín sabe dar un último y afortunado giro en la tuerca de la experimentación cinematográfica. Sus fructíferas búsquedas borran las fronteras entre géneros, desestabilizan convenciones e investigan con nuevas formas revelando el barcelonés un talante creativo caracterizado por la franca curiosidad y el inconformismo sagaz antes que una voluntad destroyer autocomplaciente y cargante. Un indispensable.


Su última creación se titula La academia de las musas y es una delicia. Más que un falso documental, hay que enfrentarla como una ficción poblada de intérpretes que hacen de sí mismos para proponer un scherzo en el que más allá del torrente desbocado de palabras que inundarán la cinta desde toda suerte de retóricos parlamentos al hilo de debates académicos, disquisiciones estéticas y discusiones literarias, el desarrollo de un sutilísimo empleo del montaje nos posibilitará acceder al sentido final de la historia. La puesta en escena, aquí, descubre entre la cháchara incesante la expresiva languidez de un gesto, una boca abierta y fascinada, el sesgo acusador de una mirada, la malograda expectativa de una respuesta, el indicio incierto del deseo... poniendo de relieve la sutil urdimbre del tejido con que se confeccionan las relaciones humanas.

Esta divina academia, gineceo multilingue y sensual, convierte las distintas formas de la seducción (la seducción que implica cualquier acción docente, la seducción intelectual, la seducción galante y, por qué no, la seducción cinematográfica) en un juguetón leitmotiv que fundamenta, finalmente, una preciosa reflexión sobre la inasible naturaleza de nuestras dulces enemigas.

El club infame.

Pocas películas recientes tan incómodas, sombrías y brutales como la chilena El club de Pablo Larraín. En ella, un depuradísimo y sutil trabajo de puesta en escena parece empeñarse en aniquilar toda huella de luz y posible belleza comenzando por una fotografía ominosa y vahída que no es sino metáfora del irrespirable ambiente moral que empapa el filme.

El arranque, de una inteligencia argumental enorme, nos enfrenta a una extraña situación que, poco a poco, va adquiriendo un sentido atroz y en la que un grupo de verdugos tendrá que rendir cuentas de un pasado terrible. El tratamiento de la malsana psicología de los personajes, inmisericorde en su despojamiento distanciado, se complace en el turbador contraste entre la gelidez de los comportamientos y la explicitud impactante de unos diálogos que, en muchas ocasiones, revelan mucho menos que lo que ocultan. En este aspecto, el trabajo actoral es admirable, fundamentado en una medida de los matices y unas cadencias absolutamente prodigiosas.

Más allá de articular una indagación periodística y coyuntural sobre candente y polémico asunto que vertebra la intriga, El club se sirve de aquél para lanzarnos a la cara un despiadado estudio sobre la condición humana con una fuerza, contundencia y un dominio de los recursos cinematográficos que sitúa definitivamente a Larraín en la nómina de nuevos talentos a no perder de vista.


De palomas y ramas.

Cuando se habla del insólito estilo de Roy Andersson siempre se habrá de aludir a cuestiones como la poética del absurdo, a su rigorismo formal, al distanciamiento que su concepción del dispositivo cinematográfico plantea, a su despiadada mirada hacia el ser humano...

Pero todo esto no termina por explicar la intensa y gozosa sensación de redescubrimiento del cine que conlleva la visión de películas como Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia...



...a estas alturas .

Símplemente fascinante.

Muerte entre las flores.

Aguas Tranquilas, película japonesa de co producción española (!), nos propone una historia de descubrimiento adolescente contemplada a través de un hondo sentir panteísta que termina por otorgar al filme una innegable trascendencia. La naturaleza como fuente eterna de vida, gozo y muerte, entendida de alguna manera desde lo sublime, esa vertiente estética que constuyeron los románticos en la que el paisaje es siniestro y desbordante foco de placer y terror al mismo tiempo. Árboles centenarios que son metáfora de la existencia, mar embrabecido que se erige en abrupto fin de la misma. Una película esta grave, hermosa y sugerente pero, a pesar de todo, irregular e imperfecta que, no obstante, alcanzará en una de sus secuencias un nivel de emoción inaudito. En ella, asistimos a un deceso entendido a modo de tránsito tan inevitable como natural, de manera que los vivos, lejos de todo dolor y desgarro, facilitan el trance aportando luz y belleza. Así, mientras el personaje muere, un grupo de ancianos canta canciones antiguas con la particular cadencia modal de la música japonesa. Y el cine, como un cuadro de El Greco, vuelve a constituirse como extraño soporte de lo metafísico.


Viendo esta prodigiosa escena, no podía dejar de recordar el comienzo de Tierra, la obra de arte panteísta de Dovjenko con esa otra mirada serena a la muerte y comparar el modo en que, frente a estos ejemplos orientales, el cine occidental ha afrontado el tema, generalmente como motivo de angustia, reflejo evidente de dos tradiciones culturales distintas, estando la nuestra condicionada por el pensamiento filosófico y, obvio es, la religión cristiana. Pienso, claro, en Bergman y en la constante presencia de la Parca en su cine, posibilitándose asi la profunda reflexión existencialista habitual en el sueco y cuya mejor cristalización visual podría ser el terrible momento del suicidio de Elsa Bergius devorada por las llamas en Fanny y Alexander, incluso por encima de la muerte negra, irónica y masculina que juega al ajedrez con Anton Block. Igualmente y dentro del ámbito meridional, tenemos otra vez que hablar del milagro cinematográfico que Dreyer obró con La palabra. Aquí, la muerte  habrá necesariamente de ser para que de ella nazca su opuesto, la vida, en este caso incuestionable muestra de la Divina Providencia. Y desplazándonos a un sur recalcitrantemente católico abarrotado de imaginerías contrarreformistas que harán de la muerte un espectáculo de hipnótica e inefable atracción, aparece la gracias a Dios atea y radical mirada de Buñuel, para el que la muerte, putrefacta y biológica, es una de las vías privilegiadas para alcanzar lo merveilleux, como quiso su jefe de filas Breton... pero eso ya, es otra historia.

Rosebud.

Hoy, centenario del nacimiento de Orson Welles, es el día propicio para recordar la trascendencia de su figura. Welles, a lo largo de su accidentada aunque libérrima carrera, se convertirá, con el permiso de Fellini y Chaplin, en el más grande creador de iconos cinematográficos... repasemos: un trineo ardiendo, los espejos hechos añicos a tiros, una escalera en donde la vida toma cuerpo frente a nuestros ojos, el extraño ensartado por el bronce del reloj de la torre, el plano secuencia, Shakespeare devenido celuloide y, delante de la cámara, la aparición fantasmal de Harry Lime... todos estos momentos, no se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia sino que forman parte imborrable del legado cultural del siglo XX.

Welles, como Caravaggio, cambia el arte de la noche a la mañana. El cine, tras Kane, será otro al asumir repentinamente, como un adolescente después de un desengaño amoroso, una forma de madurez que lo situó en la vía del porvenir que luego fue. El talento de Welles volaba a estratosférica altura sobre el molde férreo propio del sistema de estudios norteamericano, de ahí que emigrara pronto, adaptando su inventiva a lo que fue encontrándose en uno de los más llamativos ejercicios de posibilismo creativo que se conocen. No obstante, su prodigioso sentido plástico, de evidente raíz expresionista, marca a fuego unas imágenes en gran angular y de vertiginosa profundidad de campo personalísimas e inconfundibles, claves para la constatación de las posibilidades estéticas del cinematógrafo. Ese sello distintivo, esa huella claramente reconocible establecida por encima de cualquier circunstancia, nos permite afirmar que Welles inaugura el concepto de autoría para el cine desde el primer plano que rodó en aquélla RKO ilusionada con el fichaje del jovezno de insolente arrojo.

Ciudadano Kane encabeza desde antiguo las listas canónicas sobre las mejores películas en la historia, resistiendo los embates de revisionismos varios. Y no es de extrañar. Se puede argumentar que las producciones europeas de Welles poseen un mayor punto de frescura (que no de libertad) o que las imperfecciones impuestas por las precarias condiciones de rodaje les aportan un insospechado toque de modernidad en su desaliño vanguardista frente a esta obra de lujosa factura. Pero cuando se revisa, por enésima vez, la odisea política y personal de Charles Foster, cualquier prevención se viene abajo ante la grandeza inabarcable de semejante obra. Kane, estudio pesimista y desencantado sobre la condición humana, es un océano impredecible y caprichoso, tan mutable como inagotable, desafiante y, en última instancia, ciertamente abrumador. Una película que es alfa y omega, principio y fin a la vez, incuestionablemente iniciática, siempre contemporánea en tanto participa con su existencia en la construcción de lo que hoy sentimos y pensamos, eternamente viva. Esencial.

Cine y música IV.



La noche del cazador (The night of the hunter). 1955. Charles Laughton. 

La voz negra de Mitchum cantando el himno protestante, la respuesta de Lilian Gish, la plástica expresionista, el insuperable cuento de hadas y monstruos de Laughton... uno de los momentos más atrozmente sobrecogedores del cine.

American Sniper.

El francotirador, última película de Clint Eastwood, se conforma como una obra compleja, imperfecta y nada complaciente, en la que es fácil descubrir los motivos de la polémica que ha ocasionado en Estados Unidos.

El filme destaca en primer lugar por el brillo de unos evidentes valores cinematográficos. La proverbial eficacia y poderoso pulso narrativo de Eastwood, otrogan a las secuencias de este American Sniper la respiración y la cadencia características del gran cine clásico americano. La historia, ambientada en la invasión de Irak en busca de aquéllas invisibles armas de destrucción masiva, centra su interés en las operaciones de un batallón de tiradores de entre los que destaca la figura del protagonista, al parecer el mejor de la historia del ejército estadounidense en base al número de bajas infligidas al enemigo. De esta forma, la misma fría objetividad que sirvió para convertir a este personaje en una suerte de ángel de la guarda para los soldados y héroe nacional merced a su destreza profesional, es la que impregna los recursos de puesta en escena a la hora de enfrentarse cinematográficamente al hecho y, del mismo modo, la circunstancia que nos advierte de que tras esa eficiencia bélica se encuentran muertes de seres humanos, se relaciona con la absoluta gelidez con la que la película aborda las figuras de los globalmente considerados como insurgentes, adoleciendo de una clamorosa falta de empatía al reducirlos a caricaturescos agentes de muerte y destrucción.

Llegado a este punto y aunque ya resulte un manoseado tópico, hemos de traer a colación a Godard y su adagio del travelling como cuestión moral al adivinar cómo el deseo de Eastwood parece haber sido el de levantar acta periodística o documental de las operaciones de los Navy Seals, marines y demás, siendo su acercamiento el mismo que el de Flaherty hacia los esquimales. Esto permite evitar, justo es reconocerlo, cualquier desviación proselitista o patriotera. Por otro lado, encontramos algunos tímidos apuntes sobre el difícil ajuste a la vida común de estas criaturas de la guerra, con mucha menos hondura que en el caso de En tierra hostil, filme este más en carne viva. Cabe, pues, preguntarse ¿Eastwood símplemente describe para que nosotros juzguemos o termina por tomar equívoco partido?. La densa e ingrata textura moral de esta obra notable, no arroja una respuesta clara.