Ser actor.

Ser actor es muchas cosas, algunas incluso buenas.
Tom Hanks es un actor. Un actor magnífico.
Y para lo que hace en los veinte minutos finales de la estupenda película Capitán Phillips habría que inventar una nueva palabra. Un nuevo adjetivo en grado superlativo o algo parecido.

Lágrimas ingrávidas.

Nunca menos exagerado tildar de acontecimiento el estreno de una película que en el caso de Gravity. Alfonso Cuarón, que como la santísima trinidad setentera californiana de Scorsesse, Spielberg y Coppola, vendría a conformar la tríada milagrosa mexicana junto a Iñárritu y Del Toro, ya dejó constancia de su portentoso sentido cinematográfico y de cómo es capaz de anudar gramática fílmica y hondura sentimental en aquel momento del llanto infantil capaz de parar una guerra en Hijos de los hombres. Ahora,Cuarón repite el prodigio con este film de género impreciso y belleza inabarcable.

Viendo esta obra magistral, deberemos por siempre agradecer al mexicano habernos traído a este comienzo del siglo XXI aquellas sensaciones de los espectadores del alumbramiento cinematográfico cuando saltaban en sus asientos al venirles encima trenes llegando a estaciones. Literalmente uno vive, merced a la anteriormente irritante 3D, la inmersión total en una tan subyugante como hermosísima experiencia. Cuarón despliega unos recursos de puesta en escena apabullantes cuando en un sólo movimiento de cámara pasa del vacío estelar a un primerísimo plano de unos ojos colmados de angustia, yendo sin cortes de lo infinitamente grande a lo infinitamente íntimo, desde donde acto seguido alcanza lo profundamente humano y, por ello, conmovedor. De nuevo, el virtuosismo técnico no por el mero exhibicionismo visual sino en función de la emoción más pura y legítima. A destacar, esa maravillosa e inolvidable secuencia de la cápsula espacial en donde Sandra Bullock se redime de tanta morralla previa y alcanza el estatus de actriz con mayúsculas. O esa suerte de strip-tease fetal, ingrávido y fascinate, que homenajea por igual a 2001 y a Alien.

Y, por último, la luz de esta película, luz blanca y refulgente que sale de la pantalla a borbotones e inunda la sala como si una supernova hubiera estallado ante nosotros.

Las náuseas del diablo.

Siguen apareciendo películas desoncertantes a pesar de que cuantas más se van viendo y viviendo, intacta no obstante la capacidad para el entusiasmo, parezca más esquiva la sorpresa. Y, más allá, muy de cuando en cuando, se descubren algunas que saben desarrollar una propuesta tan particularísima, extrema y exigente que terminan por convertirse en algo sencillamente único, para lo que no hay ni palabras justas a la hora de describir, ni ideas claras a la hora de valorar. Sólo emociones que manejar. Es el caso de The act of killing.

Este filme enlazará una sucesión de pies forzados en cuanto a discurso, intenciones y métodos colocando al espectador en una inusitada y perpleja posición al conformarse como una suerte de documental que enhebra los testimonios reales de un grupo de personajes. La turbación llega al reparar en quiénes son los que cuentan y qué, a saber, la forma en que masacraron a miles de comunistas los miembros de los comandos paramilitares que se movieron a sus anchas en la Indonesia del golpe militar de Suharto en los 60. De esta manera, los principales ejecutores de aquella sangrienta represión aparecerán describiendo gráfica y detalladamente el procedimiento, el número y el tipo de muertes de las que son responsables desde una frialdad y cordialidad propia de quien parece tener la conciencia muy tranquila. Junto a esto, los veremos protagonizar la recreación ficcionalizada de esos hechos de cara a la filmación de una película que aspira a homenajearlos; de hecho, esa es la razón, unida a la evidente impunidad de la que gozan sus delitos, que los lleva a abrirse tan desprejuiciada y alegremente en sus comentarios. Así pues, pasmo, terror, asco y demás viscerales sensaciones son las que van apareciendo mientras, atónitos, escuchamos y vemos a estos ancianos y sus joveznos adláteres rememorar y reconstuir sus asesinatos. A la vez, alguna pincelada tremendamente reveladora nos permite atender a posibles autojustificaciones y reafirmaciones o comprobar cómo hoy en día se conducen en su cotidianidad. Así, con sus palabras en primer instancia pero sobre todo a través de pequeños gestos de los que la cámara es muda pero insobornable escriba, estos seres se van retratando en toda su abyección moral, ética y estética.

Todo es impactante en este inefable El acto de matar, ajustado y preciso título y todo en la película es enormemente complejo y arriesgado, desde su misma naturaleza fílmica (¿qué es, un documental, un falso documental, un falso documental que enmascara a otro que revela finalmente una atroz realidad?) hasta sus pretensiones, donde a partir de la mención constante de unos intolerables hechos pasados se llega en definitiva a una despiadada reflexión sobre el mal y la profunda negrura que puede habitar en el interior del alma humana.