El diluvio universal.

Es tremendamente interesante reparar en cómo el cine, manifestación creativa de condición íntimanente relacionada con el tiempo en el que vive, mestiza y de frontera(s), ha ilustrado a lo largo de su historia la leyenda, el mito y la narración ancestral según unos códigos y referencias que emanan de la estética que determina la visualidad plástica de cada momento, necesariamente injertados en la particular expresividad cinematográfica. Y para ello, Noé de Darren Aronofsky, funciona como ejemplo perfecto.

Noé es el último jalón en, por un lado, la largísima senda cuyo mismo origen coincide con el nacimiento del nuevo arte de las imágenes en movimiento cuando, presto por empaparse de narratividad, escoge el relato bíbico como objeto predilecto de adaptación. Igualmente, el filme de Aronofsky continúa la tendencia claramente advertible en los últimos años, inaugurada por la ya algo lejana Gladiator y que, vista como como una excentricidad en la hora de su estreno, conllevó sin embargo la última resurrección de la intermitentemtente exitosa veta de la Antiguedad histórica como género. El filme de Scott propuso como novedad más significativa e influyente un anhelo de verosimilitud que surgía del concurso entre unos inusitados planteamientos en la dirección artística y fotografía, naturalistas, sucios y de entonaciones cromáticas terrosas frente a las anteriores eras de colores planos contrastados y brillantes propias del technicolor y el espectacular uso de la infografía, técnica que, desde varias direcciones, siendo la que aquí referimos sólo una de ellas, está en el cine propiciando un giro copernicano. Sobre el modelo Gladiator que, aparte de mejorar en cada visionado, se está conviertiendo poco a poco y por lo que decimos en un filme raíz (estaría bueno que le ocurriera lo mismo que a la inicialmente denostada Blade Runner... ¿qué hacemos con usted Mr Scott?), se han levantado obras notables como la fallera y espectacular 300, donde el aparato tecnológico deviene fascinación genuina o la portentosa serie televisiva Roma, que acentúa la verdad histórica desde un verismo argumental ciertamente moderno. Sin embargo, en este nuevo cine antiguo, han menudeado las colosales memeces, como la hoy mismo estrenada Pompeya (¿por qué el cine siempre olvida a Herculano?). Esperamos curiosos ver lo que ha hecho en Las Canarias el propio Scott con el libro del Éxodo.

La hondura de Noé proviene de la sabia destilación que Aronofski ha practicado al relato milenario, concebido y conformado por hombres, decantando las esencias eternamente vigentes que tienen que ver precisamente con el conflicto íntimo del humano en confrontación directa nada más y nada menos que con lo cósmico y su grandeza cinematográfica, resulta de la forma que ha escogido para articularlo. De esta manera y, volviendo a lo expuesto al principio, Noé, en su resolución formal y en sus estrategias dramáticas, es puro cine y particularmente puro cine de hoy, para lo, en su caso, escasamente malo y para lo mayoritariamente bueno, como también cine propio de su época eran las Pasiones de los Lumiére, los frescos veterotestamentarios de De Mille o las crónicas de la caída el Imperio Romano rodadas en Las Rozas por Bronston. Así, a pesar de algún atronadorcillo pasaje batallador de hechuras playstationeras, herencia cansina de las fatigosas sagas Tolkien, disculpable por otro lado en tanto encaja coherentemente en el conjunto, la película se enriquece con hallazgos y aciertos en todos los niveles, especialmente los que tienen que ver con unos recursos de puesta en escena que participan de esa textura visual contemporánea que Aronofsky maneja tan acertadamente en sus fascinantes filmes previos. La iconografía del filme, por ello, es sugerente por fresca y convincente por eficaz, aunque no se quieran evitar citas a la tradición, a veces muy sutiles, como esos ángeles  que son todo luz atrapada en piedra y que, en el momento de su caída dejan ver fugazmente sus alas. Un logro.