Un arte di merda.


El estreno de la obra teatral Mierda de artista (que no he visto), me anima a rescatar un pequeño texto que publiqué en noviembre de 2007 dentro del blog The Sugarland Express, confeso padre del presente.

 

Hoy aparece en el periódico la reseña de una exposición. El centro de la misma se conforma por unos bloques antropomorfos hechos con excrementos humanos prensados. Piero Manzoni, hace 40 años, guardó su propia mierda en unas latitas escrupulosamente selladas y etiquetadas lanzándolas al mercado artístico con el explícito nombre de Merda d´artista. Y, de nuevo, hemos de volver a Duchamp. Diletante, ajedrecista y de profesión francés, en 1917, se carga con un gesto la tradición artística occidental cuando, destinado a una exposición seria, firma y coloca un urinario en un pedestal, dotando al vil objeto de algo parecido a la famosa aura que describió Adorno convirtiéndolo, de buenas a primeras, en una obra de arte. Ya está. Se cierra con un golpazo definitivamente una puerta y se abre la Caja de Pandora. 


 Fuente de Marcel Duchamp. 1917.
Fotografía de Alfred Stieglitz.

Pocos lustros antes, el arte se había ido librando progresivamente de muchas cosas; de la idea de decoro, del sometimiento a la tradición académica, de su apego a la plasmación naturalista de la realidad y hasta del mismo concepto de representación cuando Mondrian reduce la expresividad pictórica a un ascético juego de líneas y colores primarios, subrayando el carácter meramente objetual del cuadro. Sin embargo, en el momento en que una percha se clava al suelo y se categoriza como obra de arte apelando únicamente al hecho de que el artista ha querido hacerlo (o una deyección se vende como tal porque la ha producido el mismo), llega un punto en que el arte está refiriéndose a sí mismo, a los humanos que lo generan y, por extensión, a la sociedad que lo percibe, arrumbando para siempre los conceptos que lo habían definido desde el origen. Adiós al pincel, adiós a las técnicas, adiós a la melancolía creadora, adiós al genio, adiós a la pericia, adiós a la idea de belleza, adiós arte adiós. Así, el arte actual, de manera clara y evidente, no puede, ni debe, ni merece ser observado, analizado, despachado y criticado con los mismos ojos que empleamos para el clásico. Ésto es una obviedad pero, ay, cuánto cuesta asumirlo. 

La pregunta que surge, claro, es ¿todo vale?. Tan alicorta y pobre es la actitud que niega y rechaza cualquier muestra de arte contemporáneo como la que sólo acepta la creación última. Lógicamente, un arte que debe ser guiado en su asimilación, por no decir explicado, como ocurre con el conceptual, producto directo de las diabluras de Duchamp aleja, levanta barreras y suscita recelos. Sin embargo, cuando se distingue el discurso, puede llegar a conmovernos y agitarnos como la más reveladora de las verdades. Otras vertientes querrán azorar al espectador, removerlo desde la primaria apelación a su conciencia mediante el impacto o el choque. Y, del mismo modo, dentro de la cración contemporánea, encontramos monumentales bromas o inmensas tomaduras de pelo.  Riqueza, ambigüedad, complejidad...

La clave, quizá, radica en lo que le pedimos y exigimos a un arte que ya no nos ofrece los habituales asideros de la tradición (y revelador es comprobar cómo hace mucho que se entiende que la Vanguardia posee ya su propia tradición y contratradición). Quizá, la clave radica en dejarse llevar. En relajarse y disfrutar. En el pasen y vean que, eso sí, sepa dejar a la entrada los complejos, los mitos y también los miedos para poder así cambiar definitivamente la pregunta ¿es arte el arte moderno? por ¿cómo es el arte moderno?.

El otro.

Profundamente misteriosa y vocacionalmente extraña. Así es la fascinante Enemy, último filme del canadiense Villeneuve, que ya contaba con dos joyas como Incendies y Prisoneros, tan distintas entre sí como en relación con la que es su última película. Esta inusual coproducción entre España y Canadá, basada en un libro de Saramago y con guionista hispano, transita por los siempre arriesgados caminos de lo inexplicable, lo abierto, lo indefinido y lo inefable, alcanzando lo que rarísimas veces se logra en el cine desde que Lynch vino a dar con ello; que el enigma se constituya en fin dramatúrgico por sí mismo, sin resolución tranquilizadora alguna. Para ello, Villeneuve, disloca y subvierte las normas de la narración lineal y conclusiva para construir magistralmente un hipnótico y desasosegante relato con el muy literario y borgiano tema del doble. Y aquí viene a la memoria El caso del señor Pelham aquél glorioso capítulo de Alfred Hitchcock presenta, temprano desarrollo cinematográfico del tema y que con la economía expresiva propia del medio televisivo, venía a promover la más honda de las turbaciones. De esta forma, el cada vez más genial Jake Gyllenhall es capaz de crear dos personajes antagónicos perfectamente definidos en cuanto actitud, gestos y corporalidad desde su misma persona, en un ejercicio de desdoblamiento portentoso en el que el uso de los efectos especiales es únicamente una ayuda accesoria.

Caja de resonancia esencial en la estrategia de desazón que propone Villeneuve con su película es la forma en que ha tratado visualmente el paisaje urbano de un Toronto enajenado e inhóspito y que a uno le recuerda a las vistas de las ciudades protosurrealistas y de perspectivas aceleradas de los metafísicos italianos. La cámara, recorta, recompone, reinterpreta la arquitectura cívica y la convierte en un monstruo amenazador y expresionista de resonancias pesadillescas que parece perseguir a unos personajes sumidos en hondos e ignotos conflictos. Una película difícil y hermética, aunque atiborrada de una tan pulcra como ominosa belleza.


La música.

Marin Marais (1656-1728).
Les voix humaines (Pieces de Viole du Second Livre). 1701.

Violagambista: Petr Wagner.