Tan cerca y tan lejos.

10.000 kilómetros podría, en rigor, alzarse con el título de la mejor película española del año dado lo inteligente de sus planteamientos cinematográficos y pertinente de sus hallazgos.

La estructura de este filme, ajustada a la clásica presentación, nudo y desenlace, sabe articularse a través de una serie de recursos de escritura fílmica sofisticadísimos y sorprendentes, como el dilatado plano secuenca que abre el relato, elegante y preciso en sus casi imperceptibles movimientos de cámara y que, de forma inusitada, supera la irritante sensación que se instala en su arranque alcanzando la más legítima fascinación. Tras esto, una sucesión de secuencias ilustrará la evolución de una pareja que una distancia transoceánica se encargará de destruir. Y de nuevo volverá Marqués-Marcet a revelarse como un narrador cinematográfico excepcional cuando escoge ponernos frente a una prolija sucesión de gestos, detalles, frases, mirdas, gritos y susurros de una cotidianidad casi banal que, sin decir nada, terminarán por contarlo todo. Para ello empleará magistralmente las posibilidades dramatúrgicas de las nuevas formas de comunicación social, justificadas argumentalmente en el caso de estos jóvenes alejados, convirtiéndolas en material netamente expresivo de un modo como yo todavía no había visto en el cine. En este aspecto, supone un jemplo claro de la complejidad y sabiduría de esta obra aquel momento portentoso donde una cámara fija encuadra la pantalla de un ordenador en el que el protagonista escribe un mail dubitativo, plagado de constantes y elocuentes correcciones.

El enorme trabajo de los dos únicos actores (a los que sólo se puede reprochar esa dicción arrastrada y casi ininteligible que es trending topic del cine patrio) encuentra su piedra de toque en la última secuencia, falsamente resolutiva y desoladora.


Y a propósito de una tendencia (no tan cierta) en el cine español, son ya muchos los films nacionales que vienen presentando en su factura esas calidades asociadas a unas condiciones de producción definidas desde la precariedad. Qué duda cabe que la maldita crisis está obligando al cine español, "industrialmente raquítico" desde tiempos inmemoriales a reinventarse por enésima vez desde lo paupérrimo. La cuestión es si se está haciendo de lo desmañado y premeditadamente cutre un rasgo de estilo a partir del ya cansino redescubrimiento del Mediterráneo que supone la cámara al hombro, en un momento en donde se ha hecho realidad aquélla máxima de Coppola que preconizaba la posibilidad de que gracias a las nuevas tecnologías, una adolescente con granos de Arkansas pudiera realizar una obra maestra y después igualmente del, no por lejano, menos influyente Dogma 95.

Obras magníficas como La herida, provocativas, sugerentes e interesantísimas como Gente en sitios o simplemente geniales tal es 10.000 Kms. vuelven a recordarnos que el talento no entiende de limitaciones económicas pero a veces le da a uno la sensación de que esta estética de la necesidad virtud consistente en imagénes tamblorosas, llenas de grano y dominates amarillas, rodadas en casa del novio con iluminación natural y en las que es muy difícil distinguir los diálogos, vengan a enmascarar un simple y puro vacío creativo. Me niego a creer que la apabullante belleza plástica de El espíritu de la colmena partiera, al cambio, de un presupuesto mayor que la película que comentábamos arriba. Y, aunque parezca primario y caprichoso, da mucha pereza ir al cine para ver películas de una consistencia visual propia de la filmación en móvil de una fiesta de cumpleaños.