Rosebud.

Hoy, centenario del nacimiento de Orson Welles, es el día propicio para recordar la trascendencia de su figura. Welles, a lo largo de su accidentada aunque libérrima carrera, se convertirá, con el permiso de Fellini y Chaplin, en el más grande creador de iconos cinematográficos... repasemos: un trineo ardiendo, los espejos hechos añicos a tiros, una escalera en donde la vida toma cuerpo frente a nuestros ojos, el extraño ensartado por el bronce del reloj de la torre, el plano secuencia, Shakespeare devenido celuloide y, delante de la cámara, la aparición fantasmal de Harry Lime... todos estos momentos, no se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia sino que forman parte imborrable del legado cultural del siglo XX.

Welles, como Caravaggio, cambia el arte de la noche a la mañana. El cine, tras Kane, será otro al asumir repentinamente, como un adolescente después de un desengaño amoroso, una forma de madurez que lo situó en la vía del porvenir que luego fue. El talento de Welles volaba a estratosférica altura sobre el molde férreo propio del sistema de estudios norteamericano, de ahí que emigrara pronto, adaptando su inventiva a lo que fue encontrándose en uno de los más llamativos ejercicios de posibilismo creativo que se conocen. No obstante, su prodigioso sentido plástico, de evidente raíz expresionista, marca a fuego unas imágenes en gran angular y de vertiginosa profundidad de campo personalísimas e inconfundibles, claves para la constatación de las posibilidades estéticas del cinematógrafo. Ese sello distintivo, esa huella claramente reconocible establecida por encima de cualquier circunstancia, nos permite afirmar que Welles inaugura el concepto de autoría para el cine desde el primer plano que rodó en aquélla RKO ilusionada con el fichaje del jovezno de insolente arrojo.

Ciudadano Kane encabeza desde antiguo las listas canónicas sobre las mejores películas en la historia, resistiendo los embates de revisionismos varios. Y no es de extrañar. Se puede argumentar que las producciones europeas de Welles poseen un mayor punto de frescura (que no de libertad) o que las imperfecciones impuestas por las precarias condiciones de rodaje les aportan un insospechado toque de modernidad en su desaliño vanguardista frente a esta obra de lujosa factura. Pero cuando se revisa, por enésima vez, la odisea política y personal de Charles Foster, cualquier prevención se viene abajo ante la grandeza inabarcable de semejante obra. Kane, estudio pesimista y desencantado sobre la condición humana, es un océano impredecible y caprichoso, tan mutable como inagotable, desafiante y, en última instancia, ciertamente abrumador. Una película que es alfa y omega, principio y fin a la vez, incuestionablemente iniciática, siempre contemporánea en tanto participa con su existencia en la construcción de lo que hoy sentimos y pensamos, eternamente viva. Esencial.

1 comentario:

Amparo dijo...

Estoy contigo en la maestría de. Welles con los iconos y en la trascendencia de. Ciudadano. Siempre fue una de mis favoritas. Cautiva.