La alfombra en la parte de atrás.


Cuando lo primero que acude a la mente al despertar en la mañana son las imágenes de la película que has visto la tarde anterior, es que esta ha pasado ya a formar parte de tu vida. Esta gloriosa sensación, más inusual conforme van discurriendo los años por mucho que nos esforcemos en mantener intacta nuestra capacidad para el embeleso, la promueve irremediablemente la colosal La habitación. Sí, todavía quedan nuevas cosas por contar y fascinantes modos de hacerlo.

Cómo un espantoso punto de partida argumental que convendría no conocer de antemano (hecho imposible en el estado de cosas que lleva implícita la publicidad en el cine; el tráiler de este filme lo destripa enterito) puede derivar en la sustancia poética que emana del descubrimiento del mundo a través de los ojos infantiles es lo que termina de explicar el arrollador efecto emocional de esta película. Compuesta de dos partes diferenciadas en trama y tono, pero ensambladas con la naturalidad de la causa y el efecto, tendrán ambas como punto de articulación, simplemente, una de las mejores secuencias del cine en los últimos años, derivación delirante, atroz y, a la vez inopinadamente hermosa del mito de la caverna platónico y que nos vuelve a recordar que el fundamento último de la expresividad del lenguaje cinematográfico reside en el montaje.

La sutilísima puesta en escena de esta inusitada historia iniciática toma como centro focal los ojos de Jacob Tremblay que, antes que actuar, crea frente a nuestras narices estupefactas un milagro, haciendo de su mirada el catalizador de la potentísima carga emotiva de esta obra maestra.